Fidelidades

¿Alguna vez te has parado a pensar por qué sientes esa tristeza? ¿O por qué existe ese sentimiento de culpa constante? ¿Y esa inquietud que te acompaña con cada decisión que tomas sin saber bien por qué? Cuando decides hacer algo que te hace feliz, está constantemente de fondo la impresión de estar traicionando algo o a alguien. Eso a lo que creemos estar siendo infieles, es al concepto del yo. Sin embargo, el concepto del yo no es el problema en sí. Esta idea de ser alguien surge del deseo de resolver cuestiones pendientes, aspectos a desarrollar ante la necesidad de la mente de adquirir un progreso mayor del que trae al venir a este mundo. Se trata de reformular el concepto del yo para convertirlo en un medio y no en un fin.

Desde esta perspectiva, la fidelidad se ha transformado en una patología. Hemos dejado de lado aquello que es razonablemente sano y hemos terminado por confundir los pensamientos nocivos con la sensatez, al tomar como referencia lo que para una gran mayoría es aceptable.

Algunos de estas ideas socialmente apoyadas son:

1. Las relaciones son valiosas por consanguinidad y no por la calidad de las mismas.

2. El sentimiento de culpa está justificado y debemos complacer al otro para evitar sentirnos culpables.

3. Nuestra seguridad depende de los demás, lo que nos lleva a generar círculos sociales donde la relación se basa en obtener algo cambio.

Todo este tipo de estructuras sociales tienen su razón de ser en base a la supervivencia del cuerpo. Hasta cierto punto tienen sentido y son funcionales en algunos aspectos, pero cuando lo que determina la actuación es el sentimiento de miedo o culpa debemos detenernos a cuestionarnos la validez de nuestra actitud. En base a los ejemplos expuestos algunas observaciones básicas podrían ser:

1. ¿Si esta persona no fuera miembro de mi familia, tendríamos algún tipo de relación?

2. ¿Es posible que alguien pueda tener algo que no desea?

3. ¿Tengo yo mayor control sobre mi vida que lo que me ha traído hasta aquí y me ha dado lo que he necesitado hasta el momento?

Si somos honestos la respuesta a las tres preguntas será un “no”, sin embargo, debido a la fidelidad a los patrones familiares obviamos estas premisas. Las ideas que traemos antes de nacer son aquellas que mencionábamos al principio como cuestiones pendientes por resolver. Por ello elegimos un determinado entorno familiar y social que apoye estas creencias. Debido a esta programación y a que como niños es vital que nos adaptemos al medio, vamos forjando unas fidelidades familiares que van modelando nuestro carácter. Una vez obtenemos una personalidad definida, relegamos al inconsciente esta fidelidad, de modo que nos acabamos identificando con unas características aparentemente intrínsecas, y por lo tanto, inmutables. Ahí comienza la huida hacia delante de morir matando para defender al personaje, apegándonos a todo aquello que lo apoye y rechazando lo que lo niegue, independientemente de que esto sea beneficioso o perjudicial para el mismo. Prima la seguridad de sentirse definido por encima de la felicidad.

Una vez identificamos nuestros patrones y nos hacemos responsables de nuestras emociones, podemos empezar a perdonar al otro para finalmente acabar perdonándonos a nosotros mismos. Esto es a lo que Un Curso de Milagros se refiere como la “santificación de la relación” que normalmente se asocia a la relación de pareja. Es relativamente fácil tener como objetivo santificar una relación de este tipo, pues el ego puede tomar el mando derivando este intento en un interés personal camuflado de espiritualidad para así mantener intacto el especialismo. ¿Y si damos una vuelta de tuerca a la situación y más allá de hacer santa nuestra relación “amorosa”, buscamos santificar nuestra mayor relación especial? “Mi mayor relación especial es mi pareja” – podrás decir – y en algunos casos así será. Sin embargo, rebuscando un poco más, se puede llegar a descubrir que la relación donde mayor potencial de sanación hay es con aquella persona a la que se considera un enemigo, rival o aquel a quien achacamos nuestra desdicha. Esta es una forma de especialismo que pocas veces se tiene en cuenta, cuya sanación incluirá al resto de relaciones. El mayor reto del ego es empezar a amar a aquel de quien no cree obtener ningún “beneficio”. Amar a la pareja puede resultar deseable porque nos aporta identidad, mas ¿quién querría perdonar a alguien que aparentemente no nos aporta nada y a quien a su vez utilizamos para justificar nuestra falta de paz?

Esa falta de perdón sigue perpetuando la fidelidad familiar, pues hemos vivido desde niños la irresponsabilidad y victimismo como algo natural. Cada vez que nos relacionamos con un entorno que comparte esas creencias las estamos reforzando en nosotros. Si dejáramos de apoyarlas, lo más probable es que ese entorno se distanciara por falta de afinidad o resonancia mental. Cuando uno se relaciona con la disfuncionalidad, la tendencia es a adaptarse a ella en una búsqueda de comunicación y, por lo tanto, a disociarse de lo que sería una actitud alineada con el Espíritu. Un enfoque conciliatorio ante esta situación nos permitirá actuar desde el lugar correcto. Tener como propósito la sanación mental por encima de cualquier condescendencia con la imaginada debilidad del otro o con la propia, es un buen punto de partida para no sucumbir a la fidelidad patológica. Mucha de esta fidelidad está encubierta bajo el manto de los convencionalismos sociales como lo considerado cortés, educado o apropiado. En un mundo que tiene el sacrificio como bandera se acaba estigmatizando cualquier acto de amor propio.

Hay una gran confusión con respecto a la idea de amar a la familia. Al ser fieles a unos patrones que en la mayoría de los casos son dementes, estamos buscando inconscientemente la aprobación del clan. Como ellos fueron la primera referencia que tuvimos de lo que es ser adulto, tratamos de imitarlos para llegar a ser como ellos. Al haber asociado la etapa infantil con la seguridad, por muy disfuncional que el entorno fuera, la mente busca reproducir esa misma sensación intentando generar el mismo ambiente donde se crió. Se ha asociado por repetición la sensación de malestar con lo seguro, por ello se encuentran grandes recompensas en la ansiedad, preocupación, miedo, depresión, insatisfacción,… Estas emociones conocidas nos mantienen en la misma frecuencia de nuestro punto de partida (el entorno familiar) y garantizan que nada cambie (esclavitud del ego).

La felicidad se ha convertido en nuestro mayor enemigo. Nos la podemos permitir siempre y cuando sea una emoción temporal y transitoria, más adecuadamente definida como euforia, que luego vendrá compensada por algún episodio de infelicidad. Para que una sea, la otra ha de ser también, siempre en aleatoriedad, nunca desde el reconocimiento de que ambos extremos son ficticios. Ni lo que hemos considerado hasta el momento felicidad lo es, ni lo que hemos considerado infelicidad es real. Podríamos cuestionar la eterna búsqueda del ideal, abriendo la puerta a la posibilidad de que tal ideal no existe. Hay circunstancias que nos están dando información constantemente, y es en la respuesta que demos ante ellas donde podremos encontrar el equilibrio.

Cuando llegue el miedo, la desconfianza y la sospecha que no nos permiten despegar del estado de preocupación, pensemos a quién estamos siendo fieles y qué idea antigua estamos tratando de reproducir en nuestro presente. Una vez lo hemos identificado, sabremos si seguir apoyando esa creencia nos libera o nos condena. Como decía Voltaire: “Una colección de pensamientos debe ser una farmacia donde se encuentra remedio a todos los males”. Si realmente amamos a aquella persona a cuyos patrones estamos siendo fieles, ¿por qué no darle el regalo de aplicar un punto de vista corregido, en lugar de tomar sus ideas erróneas como propias? La mejor forma de ser fiel a lo que amamos es traicionar aquello que no apunta hacia la Realidad.

Alma Sanz





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