La relación especial

Son las distorsiones que introducimos en nuestras relaciones interpersonales lo que constituye el foco principal del Curso. Al sentir que somos muy vulnerables recurrimos a otros en busca de apoyo y los explotamos para satisfacer nuestras necesidades. Es este nivel de distorsión, que el Curso llama la “relación especial”, lo que se convierte en el aliado más poderoso del ego. Esta relación niega nuestra necesidad de Dios y la sustituye por la necesidad de gente especial y de cosas especiales. La relación especial descansa sobre la suposición de que hay algo carente en nosotros; una necesidad especial que creemos tener y que debe satisfacerse si queremos ser felices. 

El ego ve las relaciones únicamente en estos términos y en vista de esto la función de los demás se convierte en la de satisfacer las necesidades que experimentamos. Nuestra culpa hace que nos sintamos despojados, de modo que el “principio de escasez” gobierna nuestras vidas. Este principio es el sustituto del ego para la ley de abundancia de Dios. Al perder de vista nuestra verdadera plenitud en Dios, buscamos una falsa sensación de unidad en relaciones distorsionadas con los demás. Nos sentimos atraídos por aquellos que parece que mejor llenan nuestras necesidades y ellos, a su vez, se sienten atraídos por nosotros por la misma razón. Así, el hombre que quiere el amor y la protección de una madre es probable que se sienta atraído por una mujer que necesita servir de madre y proteger a un hombre.  

Esta clase de mutua satisfacción de necesidades es lo que el mundo generalmente llama amor y desde el punto de vista del ego provee la base para “un matrimonio hecho en el cielo”. En verdad, sin embargo, tal relación de amor especial se fundamenta en nuestra percepción egocéntrica de la capacidad de la otra persona para darnos lo que creemos que nos falta. Esto es, por lo tanto, solamente una ilusión de amor y nada más que un velo de odio, ya que el mismo se basa en el odio a nosotros mismo que produce la culpa. Los objetos de nuestro “amor” se convierten en símbolos de este odio, pues en ellos vemos inconscientemente nuestra propia debilidad y nuestras propias faltas lo mismo que ellos las ven en nosotros. En esto radica la causa real de la ambivalencia que parece ser una parte inevitable de la mayoría de las relaciones interpersonales. 

La relación especial no tiene nada en común con el verdadero amor, aunque el ego no ve ninguna diferencia entre ellos. La relación especial siempre está basada en la exclusión, mientras que el amor real, por necesidad, descansa sobre la inclusión. De hecho, la relación especial de amor implica la creencia de que el amor no puede compartirse, pues compartirlo se ve como una pérdida. Puesto que la esperanza de salvación se ubica en una persona especial, si la atención de ésta se desvía a otra parte, lo experimentamos como una amenaza. Compartir este amor especial con alguien más es para nosotros perderlo, por lo que tenemos que protegerlo y vigilarlo celosamente, por temor a que la ganancia de otro se convierta en nuestra pérdida. Esta es la base obvia para el adagio popular: “Dos es compañía; tres es multitud”. Aquí, como siempre, el ego nos dice una cosa cuando quiere decir otra. Por una parte nos insta a un intento absurdo de completarnos en relaciones especiales y de este modo deshacernos de nuestro sentido de escasez y de la creencia en la culpa. Por otra parte, sin embargo, su propósito es esconder la culpa bajo un disfraz de amor, con lo cual está reforzando la misma. Al ubicar fuera de nosotros la solución al problema de culpa, el ego se asegura de que éste jamás se resolverá. Esto está de acuerdo con su dictamen fundamental: “Busca, pero no halles” (T-12.IV.1:4). Nosotros ponemos nuestra fe en ídolos, de cuyos pies de barro todos estamos dolorosamente conscientes. De este modo nos movemos de una relación poco satisfactoria a otra, siempre obtenemos un resultado decepcionante y jamás nos damos cuenta de que el fracaso radica en nosotros mismos. Mientras seguimos ignorando la verdadera motivación del ego, no podemos cuestionar el problema con honradez y así su capacidad ilusoria para darnos un sentido de plenitud propia permanece indisputable. 

Hay un aspecto de la relación de amor especial más insidioso aún. Al buscar en los demás únicamente aquellas cualidades especiales que parece que llenan nuestras necesidades especiales, nos incapacitamos para verlos como realmente son. Cómo los vemos está determinado por cómo queremos que sean. Los amamos por lo que pueden hacer por nosotros y por lo que pueden darnos, no por nada inherente en ellos mismos. Al negar así su verdadera Identidad en Dios y al negar el Cristo en ellos, atacamos verdaderamente su realidad y la nuestra. Ellos existen solamente para satisfacer nuestras necesidades y este mal uso del verdadero propósito de las relaciones tiene que llevarnos a aumentar nuestra culpa. Aquí el propósito subyacente del ego de atacar, claramente contradice los dos grandes mandamientos de amor de Jesús. En el sistema de pensamiento del ego éstos se convierten en: “Ataca a tu vecino como te atacas a ti mismo y así atacas a Dios”.

Otra expresión de especialismo es la relación especial de odio, la cual realmente difiere de la relación especial de amor en forma más que en contenido. El odio es simplemente más obvio puesto que la relación es, con toda claridad, una de ira y ataque. Alguien se convierte en el foco de nuestra ira y alimentamos el recuerdo de todo lo que ha hecho para herirnos. Repito, el propósito del ego es el mismo: la perpetuación de la culpa bajo la apariencia de autoprotección.  

El odio y la ira son sólo intentos de proyectar nuestra culpa sobre otras personas. Esto está expresado en la fórmula básica: “No soy el culpable sino tú que has hecho una cosa terrible, la cual merece castigo y no puede perdonarse”. 

He aquí la atracción real del especialismo del ego. No podemos atacar a alguien sin que nos sintamos culpables, pues en cierto nivel sabemos que estamos atacando injustamente al proyectar nuestra culpa sobre él. La ira, de acuerdo con el Curso, implica siempre tal proyección, no importa cuán justificada nos parezca. La situación externa nunca justifica suficientemente nuestras reacciones hostiles. Así vemos por qué el ego valora tanto la ira. Mientras más atacamos más culpables nos sentimos y más aumenta nuestra necesidad de proyectar la culpa y atacar nuevamente. 

Es por esta razón que el Curso describe la relación especial como el hogar escogido por el ego. Es realmente el hogar de la culpa porque refuerza nuestra creencia en la realidad de la existencia del ego y nuestra separación de los demás y de Dios. Es para proteger su “hogar” que el ego siempre se esfuerza por justificar la ira. No hay límite para la ingeniosidad del ego en inventar formas de lograr su propósito de justificar el ataque y así aumentar la culpa. Todo lo que los demás hacen ofrece más amplio testimonio de su culpabilidad ante nuestra percepción. Una relación distorsionada de causa y efecto se establece de esa manera. Los demás se convierten en la “causa” de nuestra infelicidad y seguimos diciéndoles, a medida que sus pecados cobran más y más importancia en nuestra percepción, que ellos están sacrificándonos debido a su egoísmo. Así los hacemos culpables de la miseria que en realidad hemos escogido nosotros mismos, ya que la responsabilidad de nuestra culpa se ha puesto en hombros distintos de los nuestros. Por lo tanto, parecemos incapaces de librarnos de nuestro sufrimiento porque hemos olvidado dónde verdaderamente radica el problema.  

 

Kenneth Wapnick

Extracto del libro “Psicología Cristiana en Un Curso de Milagros”, de Kenneth Wapnick, Ph.D., Cap. 1, La dinámica del ego, Págs. 13/22, Copyright© 1994, Foundation for A Course in Miracles®, FACIM, USA. Reproducido con autorización.





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