Las ascuas

Durante algunos años estuve asistiendo a grupos de apoyo emocional. Nos reuníamos y compartíamos las experiencias que vivíamos, las emociones, las expectativas, los fracasos y los triunfos. Todos salíamos enriquecidos de esas reuniones, con ánimo y motivación renovados. No se muy bien por qué, pero un día dejé de ir. Mi vida por un tiempo siguió como siempre. Pensaba de vez en cuando en esas personas con las que había compartido tantas cosas, pero al cabo de un tiempo dejé de hacerlo.
Pasaron algunos años, y un día sentí una emoción que creí olvidada para siempre. Me invadía cierta inquietud y la sensación de que algo volvía a no encajar en mi vida. Retomé el antiguo hábito de buscar respuestas en mis viejos libros y también de buscar en mi entorno a alguna persona con la que poder compartir esas inquietudes que no me abandonaban. Entonces recordé a alguien de aquel grupo con quien había desarrollado una amistad en aquellos años. Recordé las largas conversaciones mientras tomábamos un té, los paseos por el campo y las disertaciones filosóficas que teníamos, donde resolvíamos el drama humano con unas cuantas palabras.

Busqué su teléfono por todas partes y al fin lo encontré. Estaba en un viejo papel olvidado en un cajón, entre tantas otras cosas. Le llamé, sin saber si me recordaría o si ya me habría olvidado. Cuando escuché su voz amable, muchos recuerdos llegaron a mi mente. Tras unas cuantas palabras acordamos que le haría una visita. 

El día que fui a verle, crucé el jardín. La puerta de su casa estaba abierta. Llamé para anunciar mi presencia y le vi al fondo de la sala, sentado junto a la chimenea. Me sonrió, pero no dijo nada. Estaba moviendo las ascuas con un utensilio metálico. Me senté a su lado en silencio, mientras ambos mirábamos el pequeño montón de ascuas incandescentes. Los trocitos emitían una bonita y cálida luz anaranjada. Entonces él movió uno de esos trocitos brillantes y lo separó del montón de ascuas. Al poco tiempo comenzó a dejar de brillar. Finalmente fue perdiendo su luz para apagarse del todo. Lo dejó ahí un rato. Sólo era un trozo de carbón negro. 

Al cabo de un rato mi amigo acercó el carbón al resto de las ascuas incandescentes. En un instante el pequeño trozo negro de madera quemada comenzó a iluminarse y a brillar, retomando su anterior brillo. 

Me quedé pensando...

Sabía que mi amigo me estaba enseñando una gran lección. Cuando nos separamos de los demás, nuestra luz se apaga. En soledad no llegamos muy lejos. Es sólo cuando nos unimos a otros en nuestro propósito cuando la verdad refulge en nosotros con su mayor intensidad. 

Mi amigo me enseñó todo eso sin decir una palabra. Y así nos quedamos los dos, mirando el fuego, en silencio…





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